VII.- Gustavo Petrovich´s illumination
Lunes 8, 0:30 - 1:58 a.m.
Lourdes cocinó para mí y para Julián sin decirnos nada, como ya es costumbre; la noche estaba igual que siempre, agotadora. Salí a dar vueltas y a fumar por los alrededores sin avisarles nada.
Poco a poco las luces de los postes de luz se fueron achicando. Jóvenes chicas de trece o dieciséis años querían entrar al Centro Comercial sin ningún motivo aparente, cerca de la una. Les dije que se fueran. Donde vivo no hay chicas así. Cosas cayeron del cielo.
Federico Ramallo llegó a su casa igual que ayer, 1:26 de la mañana. Todas las luces estaban apagadas. A las 1:39 volvió a salir. 1:42 la luz de su habitación se apagó.
No he conseguido información con respecto a Víctor Augusto Ramallo, sobrino nieto del sujeto investigado. Según tengo entendido, ya se me informará.
Cuando regresé a la guardia mi comida estaba fría. Sopa de cabezas de pescado. Le pedí a Lourdes que por favor me lo calentara.
- ¿Que te lo caliente? Ya. Préstame tu microondas pues...
Lourdes y Julián ahora son novios.
Una vez que Walter se fue, acumulé las fuerzas suficientes como para volverme a hundir en la luz densa de mis noches, sin más armas que mi cerebro y mis instintos.
Volví a ensimismarme en mi trabajo.
No entiendo exactamente el motivo de mi desesperación, pero tampoco lo cuestiono. Me pongo de pié, tras la oscuridad de mi casa desierta, con los ojos rojos-despeinado-y-sumergido en una taza de café y un cenicero roto. Rodeado de una luz tenue... La carátula de La máquina de follar de Bukowski y los fantasmas de los sábados por la noche...
Apago la computadora, grabando el material y desconectándola de un tirón. Tomo un poco de mi vaso de oporto, a eso de la medianoche, bebiéndolo de a pocos, y suspirando por mi habitación, experimentando miedo al cansancio. Tomo asiento frente a mi PC una vez más antes de proceder a quitarme los zapatos y las medias, cuando de repente mi alma se balancea en la oscuridad y cuelga de un hilo... -Toc, toc, toc...- Me pregunté si sería real...
Me atraganté
- ¿Qué sucede?
Silencio.
- ¿Estás bien?
La música ácida estaba un poco alta. Escuchaba el disco número tres de el salmón. La apago.
- ¿Qué pasa, Tomás?
- Abre.
Me cago de miedo. Empiezo a temblar. Cojo el pedazo de troncho que quedaba en el cenicero, lo aprieto con fuerza. De pronto me encuentro desesperado. -Toc, toc, toc.- Lo arrojo debajo de la cama.
- Gustavo ¿qué sucede?
Abro con cuidado.
- ¿Qué te pasa, Tomás? ¿Qué quieres?
- ¿A qué huele?
Me tropecé (mentalmente) y me quedé mudo. No sabía qué decir.
- ¿Qué has estado haciendo?
- He estado escribiendo...
Entonces me pregunto si lo que mi hermano quiere saber es si he estado fumando, drogándome. Me pregunto si lo que quiere es ser sagaz, como el detective Maigret de las novelas de Simenon o aquel personaje de Agatha Cristie, que ahora no recuerdo muy bien cómo se llama pero que...
Tomás empezó a inquietarse. Empezó a rebuscar entre algunas cosas.
- Oye, te estoy hablando...
- ¿Qué es lo que quieres, Tomás? ¡Vete!
Mi hermano articula un par de palabras pero es como si no dijera nada. Tengo que leer sus labios. Voltea la mirada y mueve la cabeza de un lado a otro, angustiado.
- ¡Más vale que te vayas! -Grité.
Titular del diario La Grande:
LOQUITO SE SUICIDA EN COMAS POR MUCHO QUESO Y AMOR FRUSTRADO
Esta mañana la encargada de limpieza del Hostal “El Rocotito” en el populoso distrito de Comas encontró el cuerpo inerte y sin vida de Guilder Aguilar Peña (29) quien se habría suicidado la madrugada de ayer tras injerir altas dosis de veneno para ratas diluido con cerveza. En su poder, se hallaron, entre otras cosas, sus documentos, algunos quetes de PBC (Pasta Básica de Cocaína) junto a una agenda azul que sería la prueba fehaciente de los fuertes trastornos mentales del sujeto.
“Guilder Aguilar Peña sufriría de esquizofrenia y sería maniaco depresivo” expresó el Fiscal de turno.
Otros investigados son Lourdes Rincón Gutiérrez (27) y Julián Inga Pérez (30), pareja de amigos con quienes compartía Guilder Aguilar Peña la pensión de un departamento en la avenida Aviación. La pareja afirmó no saber nada de los problemas del suicida en potencia que fue en vida su amigo.
A la mañana siguiente desperté como quien despierta de una cura de sueño. Te drogan y te duermen hasta que todo pasa. Apagué el despertador antes de las diez y permanecí en mi cama hasta las once de la mañana. Luego, antes de salir de mi habitación, prendo la computadora y me dispongo a seguir escribiendo el proyecto literario que mantengo en mente desde hace algunos días. Luego me tumbo en la cama y sigo durmiendo sin haber escrito palabra. Cuando me despierto son más de la una. Nadie me avisó para almorzar. Cuando bajo, Tomás no se interesa en saludarme o saber cómo estoy.
Paso a buscar a Marc, que estaba inclinado frente a su PC haciendo muestras de pistas sonoras. En una de ellas sonaba la voz de Walter hablando por teléfono. La voz era narcotizante. Se escuchaba al fondo un leve blues. Luego otra voz decía: “Espere unos minutos, por favor...” y entonces se escuchaban una cumbia o algo por el estilo.
- ¿Qué tal? ¿Te gusta?
- Está muy bonito, Marc.
Hubo una pausa.
Marc no despegaba los ojos de su monitor.
- Hacer pistas es la voz ¿no?
- Si a ti te gusta, a mí me parece bien.
- Hay que hacer mezclas como Calamaro en el salmón, ¿verdad?
- Sí. Es buena idea.
Entonces Marc se quedó mirándome, como esperando algo.
- Es... ¿cómo se dice?... ‘buena honda’... -agregué.
- Así que es buena honda.
- Exactamente.
Marc se puso de pié.
- ¿Qué sabes de Walter? -Me preguntó.
- Ayer estuve con él.
- ¿Y Marcel?
- Nada, de él si no sé nada. Debe estar en su casa.
- Bueno. Hay que ir a llamarlo, pues.
Interpuse un dedo índice en su cabeza tapándole la cara a Marc.
- No... No hay muchas ganas de eso, en realidad. ¿Sabes?
Mi dedo era un primer plano.
- ¿Qué?
Me senté en las gradas junto a su jardín. El día estaba plomo y sin gracia. Le pregunté si tenía agua, a lo que él me respondió que en el baño debía de haber un montón.
Y en seguida:
- ¿Qué te pasa, Gustavo? ¿Por qué esa cara?
Marc seguía sentado frente a su computadora limpiándose las uñas con una navaja de afeitar. Llevaba una camisa azul, un blue jean y unos anteojos de sol negros a la altura de su cabeza.
- Ayer discutí con mi hermano.
- ¿Por qué?
- No lo sé... es un idiota.
- Te encontró fumando seguro pues...
- No, nada que ver.
- ¿Entonces?
Hice una pequeña pausa, y una seña.
- Olía un poco nomás.
- Ya ves...
Marc puso otra mezcla.
En ella se escuchaban cuchicheos que había grabado mientras su hermana hablaba con una amiga por teléfono. Nada más se escuchaban murmullos y las voces eran lejanas. También habían frases como ¿qué clase de rico será? y sonidos aleatorios.
- No sé pues Gustavo, hay que ser bien cojudo para que te encuentren fumando en tu cuarto. Ese es tu problema pues...
- ¿Qué?
- Ya escuchaste, ya.
- ¿Qué?
- Oye, Gustavo.
- ¿Qué? ¿Qué quieres?
- Dame el nuevo número de Lucciana...
- Pero qué tal hijoputa eres.
Marc rió.
- La vas a llamar, ¿no? le vas a suplicar tu perdón -le increpé.
Me tranquilicé un poco. Marc hizo una mueca endemoniada. Cambió la ventana que estaba abierta en su PC y puso algo de música New Wave.
- Es para que Walter debute -arguyó.
- No mereces el amor de tu madre.
- Gustavo, no seas egoísta.
Saqué de mi billetera el número. Me puse a gruñir en una especie de animalización. Marc también se puso a hacer sonidos extraños y a grabarlos por un micrófono. También hacíamos algunas muecas.
- Aquí está -le dije, extendiéndole el número.
Su habitación estaba casi en penumbras. Nos había alcanzado la noche.
- Apuesto a que la vas a llamar apenas me vaya.
- No me conoces, sujeto -musitó Marc.
Cuando por fin cayó la noche en la ciudad y en mi barrio, los árboles se volvieron oscuros y los postes de luz encima del asfalto se ciñeron sobre mi cabeza, amarillentos. Sin duda, no había rastro alguno de civilización a kilómetros de distancia. Walter recibió por teléfono los siete dígitos que conformaban el nuevo número de Lucciana. El verano comenzaba rápido y sin ganas. Salí de la casa de Marc a caminar algunas cuadras sobre el cemento frío y un diciembre inquietante, un cielo plomizo que uno casi puede tocar con las manos...
- ¿Y tú no?
- ¿Y ahora qué?
Miércoles 11, 15:12 - 18:03 p.m.
Sigo al señor Ramallo en el Toyota Célica que me han dispuesto. Es mucho más fácil y mi trabajo es un 80% más eficiente. Ahora me dedico tiempo completo a él. Amenazaron con matarme si es que daba un paso en falso. Me dieron dinero,. Luego me golpearon. El Partido no acepta traidores.
Me dieron un revólver. Balas. Me exigieron un itinerario. Quieren que lo apunte todo. A qué hora caga. Cuántas veces se tira a su trampa, cuánto se demora en eyacular, etc. Desde ayer no lo pierdo de vista ni un solo segundo. Casi ni puedo dormir. Víctor Augusto Ramallo siempre está presente. Siempre ahí, ahí, ahí. Justo en la mira. Podría matarlo. El Toyota Célica huele a yodo y a mar, sólo capta música del recuerdo y fumo mucha PBC mientras manejo.
Ramallo va al banco. Compra huevaditas para la trampa, va donde ella en un departamento en San Borja. Se demora más que todo en pagar y es lo único que hace durante el día. Sale 17:19 del departamento sujetando su pantalón con fuerza.
No he vuelto a dormir en casa con Lourdes y Julián. Creo que no tengo motivos para volver. Todos mis sueños de escritor se van muy rápido al carajo. Tengo casi treinta años. Mido uno cuarenta. Me llamo Guilder Aguilar Peña. ¿Para qué volver a casa? La chica con la que me quería casar y mi amigo homosexual no me esperan.
- ¡Gustavo!
Intentaba engullir esa empanada.
Me incomodé. Moví mi cabeza aproximadamente 90 grados.
- ¡Qué pasa!
- ¡Vamos! -masculló la Hilacha, apurando el paso, con una sonrisa en su cara que era una esvástica.
Mis padres no cocinaban entonces. Tampoco lo harían hasta años después. En esa época todavía debía estar aquella cocinera que preparaba empanadas y ensaladas dulces, y ambas cosas las guardaba en sendos recipientes que luego mi mamá calentaba en el horno microondas y envolvía en una especie de papel marrón cada mañana antes de salir a clases.
Mi lonchera roja tenía en la parte superior figuritas de colores fosforescentes, de personajes de la época, y de seguro en aquellas figuritas también habían imágenes obscenas, de ésas que circularon por los colegios particulares de la capital (Garbage Pails Kids) y yo transpiraba, agitaba mi lonchera al sol, cosa que decía me hacía achinar un tanto los ojos al hablar:
- Qué es lo que quieres.
La Hilacha sonrió. Luego hizo un gesto, un ademán extraño con la punta de su zapato negro. Y dijo:
- Nada... sólo acompáñame a comer.
La Hilacha consumía un paquete de galletas diariamente. Era sumamente flaco y se juntaba conmigo los últimos años que transcurrieron en aquella época que algunos reconocen como primaria. Yo solo recuerdo que después de eso empezó a escuchar grupos como Luezemia y rock del Agustino y el resto es historia.
- Oye, Gustavo. Véndeme tu empanada, pes...
- No. Hilacha, no corre...
Por lo general me salía una voz demasiado aguda, medio gangosa, que no me gustaba, era como de mujer.
- Ya pues, no seas gay.
- Tengo hambre.
Abrí mi lonchera roja y continué comiendo.
Los demás seguían en el salón de clases, o almorzaban en el comedor del colegio. Las chicas que aguardaban afuera, en el jardín, comían aún sentadas en pequeños grupos dispersos en varias de las banquitas junto a la enorme canchita de césped. Otros muchachos (no como la Hilacha o yo) tanteaban los primeros pases de fútbol en la cancha de cemento fría: corrían, le daban grandes mordiscos a sus hamburguesas y panes de jamón y queso...
Pero mi empanada tenía algo especial (además de limón y pasas dulces) y la Hilacha, que en realidad se llamaba José, lo sabía, y mostraba un tanto los dientes delanteros al hablar.
Miré mi uniforme raído, y mi camisa marrón que ya lamentaba las horas transcurridas durante el día.
Entonces él (la Hilacha) me miró.
- ¡Ya pues! -se abalanzó sobre mí de pronto- ¡qué es lo que quieres que te de por lo que te queda!
- Dame dinero -le dije.
La Hilacha enmudeció.
- Pero si sabes que no tengo...
Y luego, después de unos minutos:
- Toma. -Alcanzándome una pequeña cajita rectangular de metal.- Allí hay diez cigarrillos mentolados.
Era una cajita de lata pintada con una especie de tinta negra, donde estaban pegados todo tipo de figuritas extrañas (figuritas sobretodo asquerosas, oscuras, que ya nadie tenía).
- Bueno, supongo que esto podría ser.
De regreso, aún no había tocado el timbre, caminamos a tientas por un estrecho canal junto al jardín y un muro. La Hilacha, después de comer, dijo satisfecho:
- Bueno... Hay que fumar un poco... ¿no crees?
A lo que yo dije:
- Sí. Podría ser... podría ser -Y luego (aún sin dejar de mirar la latita) agregué- Fumar quita el hambre ¿verdad?
A lo que la Hilacha respondió:
- Sí, claro que sí. A mí me encantan los cigarrillos mentolados... -Y luego, añadió- Aunque creo que si fumamos muchos cigarrillos mentolados, podríamos quedar estériles...
Prendimos un par. Luego vi cómo la coordinadora de primaria se acercaba ante nosotros furiosa. Estaríamos, calculo, en quinto año de primaria.
En escena: Víctor Augusto Ramallo (58), Verónica Ramallo (19), Guilder Aguilar Peña (29).
Cada personaje en distintas replanas y narraciones espontáneas, no siguen ningún patrón.
GUILDER:
- Verónica, la hija del Señor Ramallo baja del taxi, son exactamente las dos en punto. El Toyota Célica que me han proporcionado sufre, después de algunos días, varias averías. He gastado hasta la fecha cien nuevos soles en reparaciones...
Guilder Aguilar Peña prepara una pistola de PBC, y no hace otra cosa en el día que pasearse por la decadente ciudad y fumar pasta.
- Verónica Ramallo, hija del sujeto investigado, está como para metérsela mucho por el culo... -Algunos pensamientos de éste tipo entrecruzan la cabeza de nuestro joven personaje de par en par. Un fino hilo conductor de saliva resbala por sus orificios nasales. La oscura piel de Guilder Aguilar Peña se tensa.
Una hora más tarde el auto no enciende.
- La puta madre, me cago...
A la hora del almuerzo, ya nada le importa a Guilder Aguilar Peña.
VERÓNICA:
- ¿Qué dices papá, ya te hartaste de todo? -Verónica sonreía en su habitación, esta sola, se desnudaba. Había esquivado muchas veces a su hermana menor, Miriam, que no entendería nada de la extraña situación en casa. Ahora vivían ambas frente a un parque en Miraflores en casa de su padre. Algunas hojas secas caían de los árboles durante la primavera. Verónica se quitaba el sostén y se reía entre sus delirios, adicta a los tranquilizantes.
- Pronto ya no quedará nada, papá. Pronto ya no quedará nada.
Una ola de espasmos neuronales sacudía la cabeza de la hija mayor de los Ramallo antes de irse a dormir. Jugó un poco con su cuerpo, pensando en algún chico de la Universidad, algunas cosas caían del cielo. En sus delirios, el techo color verdoso de su habitación se agitó en un ataque de epilepsia constante. Por su ventana alcanzó a ver doncellas leprosas en un fondo verde, que se caían del techo y se aferraban con fuerza a su ventana.
Verónica Ramallo estuvo a punto de morirse después de sus clases de Yoga, cerca de las tres de la tarde. Mezcló alcohol con barbitúricos y marihuana.
Verónica Ramallo había visto un par de veces el Toyota Célica de Guilder Aguilar Peña durante el día. Cada vez que lo veía lo anotaba en su memoria fija. Pero Verónica Ramallo, a sus diecinueve años, y en su condición, era muy olvidadiza. Sus amigas, también hermosas, y en la misma condición de Verónica Ramallo, sonreían.
Las luces de las avenidas por toda la ciudad se encendieron con la noche.
GUILDER:
Manejo como un poseso, llego a Magdalena con algunas horas de retraso, me encuentro con Lourdes en el camino y le digo:
- Este carro es una mierda... seguro es culpa mía también.
La subo y me cuenta de las cosas que le molestan. Del programa de Gisela Valcarcel, entre otras cosas. De los personajes. Del mercado, los pollos, y la venta de comida para los obreros de Construcción Civil. Los problemas que tiene con Inabec, porque resulta que ella nunca fue becada. Le meto los dedos por el culo mientras nos corremos a la vez, y ella gime:
- Más, cholito, más CABRÓN.
Cuando se baja a la altura de nuestra casa, me dice:
- Eres el hijo de puta más grande del mundo.
Fumo otra vez PBC en la oscuridad de la calle, mientras ella tararea una canción, cocinando. Tengo miedo de quedarme sin dientes y sin intereses.
VICTOR AUGUSTO:
- Es importante, la idea de esta sucursal inmobiliaria es grande. La gente, en este puto lugar, suele limpiarse el culo con papel aluminio. ¿Puedes creerlo, Gamboa? Recuerdo que mi abuelo en su hacienda tenía un indio Mochica que solía correrse con gran facilidad por todo. Y ¿sabes qué cosa hacía para limpiarse el culo? Nada. Mi abuelo era el que tenía que gritarle:
- Anda límpiate el culo, cochinillo.
- Lo limpiaba y se la metía.
- ¿Ves Gamboa? Ese tipo de ideas son las que necesitamos para vender esta mercancía al gobierno. Pronto todo esto terminará. ¿Lo sabes, no? Pronto toda esta gente dejará sus hogares. Este país será la sucursal de otro. Una gran empresa. ¿Me entiendes, Gamboa? ¿Entiendes lo que trato de decirte? No me importa lo que piense tu esposa. Suficiente tengo con mi amante. Está vegetal, lo sabes no.
- Ya ni siquiera puede hablar la pobre. Cuando se la meto ella ni siquiera sienta nada, me mira con sus ojos redondos y crucificados a más no poder. No por favor, me dice NO con miedo en sus ojos. Pero qué va a hacer. Fue un duro golpe en la nuca, con un objeto contundente. Ella intentó suicidarse. Pero fue inútil. Suicidarse es inútil. Lo sabes, ¿no? Gamboa.
Conocí a Marcel una tarde fría.
Se encontraba volando una cometa por el cielo raso lleno de nubes negras cerca al atardecer, así que supongo que sería agosto o septiembre, yo llevaba unos pantalones grises remangados a la altura de los talones, y mientras la cometa daba giros inesperados e inútiles, le pasé la voz:
- Cómo estás.
En realidad ya nos conocíamos.
Yo tendría trece o catorce años entonces.
Mi hermano me lo había presentado hacía tiempo como “un tipo muy pasado, que escuchaba buena música y se comporta de lo peor” y eso era porque Marcel aparentaba ser un “freak”. Llevaba el pelo largo y botas, rulos a lo Andrés Calamaro y estaba pálido debido, quizá, a la abstinencia que hizo con la carne.
- Todo bien -susurró. Y siguió volando su cometa.- Oiga -me dijo después de intercambiar un par de diálogos inútiles a mitad de aquel parque gris y abandonado donde nos encontrábamos. Yo me senté, cerca a él, y me puse a contemplar la cometa.
- ¿Qué cosa?
Se hacía de noche.
- Vamos a alguna parte a comer, ¿qué te parece?
- ¿A dónde?
Marcel recogió su cometa psicodélica del gras, la tomó delicadamente entre sus manos y comenzó a caminar.
- No sé... pero tengo que ir primero a mi casa a dejar esto.
- OK.
Y nos pusimos a caminar.
- ¿Dónde es que vives?
- Nada más a un par de cuadras.
La primera vez que fui a su casa lo primero que hizo Marcel fue llamar a la puerta del primer piso a dejar unas llaves. Todavía vivían sus padres allí (o eso creo) a él lo habían independizado del todo arrojándolo a un segundo piso. Luego me comentaría que sus papás viajarían pronto, y viajaron, cosa que lo dejaron solo y abandonado en un mundo medio esquizofrénico, subnormal, para siempre.
Después de un rato, Marcel subió las escaleras y me dijo:
- Gustavo, qué tipo de música te gusta escuchar.
- Mmmm... -Me puse a pensar en ello breves instantes (en realidad nunca me había interesado la música ni nada) y mi inminente respuesta fue interrumpida por una llamada telefónica desconcertante.
Me dediqué a mirar alrededor. En el piso había lo básico: había un cuadro de Bob Dylan, un equipo de sonido, un colchón estratégicamente posicionado frente a una de las ventanas donde entraban los últimos rayos de luz de la tarde.
- ¡Malditas encuestas telefónicas! -exclamó Marcel. Colgando el inalámbrico.
- ¿Qué pasó?
- Nada.
Entonces lo vi. Era una especie de altar casero, con fotos y velas apagadas. Encima había un libro enorme (que definitivamente no era una Biblia, pero pretendía serlo) y había también una foto de un hombre joven peinado como de los 50´s y una inscripción de madera que rezaba: TI JEAN (1922-1969).
- Es un homenaje -balbuceó.
- ¿Tienes ascendencia francesa o algo?
De repente Marcel pareció fuertemente desanimado y cansado.
Me miró, y dijo:
- No. Nada de eso -y luego, añadió-. Es un escritor, que murió hace mucho...
- No jodas.
- Sí. Se llamaba Jack Kerouac.
Aguardé un segundo. Marcel le dio una calada a lo que parecía ser un cigarrillo negro. Olía extraño; la luz entraba transparente a través de aquellas ventanas y cortinas completamente blancas...
- Digamos que en sus novelas, él se llamaba así mismo Ti Jean...
Le pregunté si todo esto iba en serio.
- Claro que sí -dijo. Y en seguida.- Bueno, más o menos.
Después de unos minutos y de beber un poco de agua, Marcel me llevó a lo que era un estante viejo en lo que vendría a ser su cocina (completamente blanca) pero donde no había nada, sólo aquel estante donde enseñó por primera vez libros como Ponche de ácido lisérgico, de Tom Wolfe; En el camino, de Kerouac; El almuerzo desnudo, de Burroughs. Libros de un tipo que ahora la verdad ya no me acuerdo cómo se llama pero que me impresionaron en su momento. Además, me presentó a Buckowsky, a Ginsberg, y al máximo exponente de la novela negra: Raymond Chandler. Y luego, poetas de la décadas 70’s y 80’s.
Al final, terminamos comiendo algo en una panadería cercana, con algunos centavos en el bolsillo y las ideas al vuelo.
Marcel me prestaría por primera vez el Aullido (1956) de Allen Ginsberg (1926-1997). Poeta norteamericano, de ascendencia judía y rusa, quien fue parte importante en el engranaje del movimiento literario de la década de los 50’s en Estados Unidos, que sería recordada como la generación Beat.
Lo leí un día de verano, terminando enero de 1999. Los árboles entonces me parecieron fuertemente verdes y altos y frondosos, con un montón de aves y nidos adentro, y el verano me pareció entonces sumamente largo, interminable. Pero eso fue ANTES de empezarlo a leer, y no DESPUÉS. Cuando, metido en aquella cafería del ICPNA completamente vacía por la mañana, abrí el libro y lo leí, y comparé cada palabra con su sonido en inglés. El poema era sumamente largo, y después de leerlo no pude dejar de pensar en Ginsberg y en lo que había hecho.
- ¿Así que lo leíste?
- Fue demasiado -asentí.
Marcel se rió.
- ¿Y te gustó?
- Claro que sí.
Caminábamos.
Pisé por primera vez aquellas diminutas flores amarillas en el camino largo y sinuoso. El viento me caía en la cara. Yo era todavía un niño de catorce años. El parque donde nos encontramos entonces se volvió azul.
- ¿Y dónde es que lo leíste?
Miré a mi alrededor.
- En realidad lo terminé de leer en el micro. -Nos reímos.
Bueno para comer en mil años.
Acabé algunas líneas sudando frío.
Antes de irme a acostar escucho un poco de música clásica por radio y luego leo algunos cuantos párrafos de una novela aburrida de Fedor Dostoievski y algunas cuantas anotaciones de Tristán Tzara y sus siete manifiestos dadaístas.
Luego, un segundo antes de quedarme dormido, saco la extraña conclusión en mi cabeza de que escribir no es más que una especie de masturbación mental, y que el irme a dormir sólo fortalece más ese patrón.
Lourdes cocinó para mí y para Julián sin decirnos nada, como ya es costumbre; la noche estaba igual que siempre, agotadora. Salí a dar vueltas y a fumar por los alrededores sin avisarles nada.
Poco a poco las luces de los postes de luz se fueron achicando. Jóvenes chicas de trece o dieciséis años querían entrar al Centro Comercial sin ningún motivo aparente, cerca de la una. Les dije que se fueran. Donde vivo no hay chicas así. Cosas cayeron del cielo.
Federico Ramallo llegó a su casa igual que ayer, 1:26 de la mañana. Todas las luces estaban apagadas. A las 1:39 volvió a salir. 1:42 la luz de su habitación se apagó.
No he conseguido información con respecto a Víctor Augusto Ramallo, sobrino nieto del sujeto investigado. Según tengo entendido, ya se me informará.
Cuando regresé a la guardia mi comida estaba fría. Sopa de cabezas de pescado. Le pedí a Lourdes que por favor me lo calentara.
- ¿Que te lo caliente? Ya. Préstame tu microondas pues...
Lourdes y Julián ahora son novios.
Una vez que Walter se fue, acumulé las fuerzas suficientes como para volverme a hundir en la luz densa de mis noches, sin más armas que mi cerebro y mis instintos.
Volví a ensimismarme en mi trabajo.
No entiendo exactamente el motivo de mi desesperación, pero tampoco lo cuestiono. Me pongo de pié, tras la oscuridad de mi casa desierta, con los ojos rojos-despeinado-y-sumergido en una taza de café y un cenicero roto. Rodeado de una luz tenue... La carátula de La máquina de follar de Bukowski y los fantasmas de los sábados por la noche...
Apago la computadora, grabando el material y desconectándola de un tirón. Tomo un poco de mi vaso de oporto, a eso de la medianoche, bebiéndolo de a pocos, y suspirando por mi habitación, experimentando miedo al cansancio. Tomo asiento frente a mi PC una vez más antes de proceder a quitarme los zapatos y las medias, cuando de repente mi alma se balancea en la oscuridad y cuelga de un hilo... -Toc, toc, toc...- Me pregunté si sería real...
Me atraganté
- ¿Qué sucede?
Silencio.
- ¿Estás bien?
La música ácida estaba un poco alta. Escuchaba el disco número tres de el salmón. La apago.
- ¿Qué pasa, Tomás?
- Abre.
Me cago de miedo. Empiezo a temblar. Cojo el pedazo de troncho que quedaba en el cenicero, lo aprieto con fuerza. De pronto me encuentro desesperado. -Toc, toc, toc.- Lo arrojo debajo de la cama.
- Gustavo ¿qué sucede?
Abro con cuidado.
- ¿Qué te pasa, Tomás? ¿Qué quieres?
- ¿A qué huele?
Me tropecé (mentalmente) y me quedé mudo. No sabía qué decir.
- ¿Qué has estado haciendo?
- He estado escribiendo...
Entonces me pregunto si lo que mi hermano quiere saber es si he estado fumando, drogándome. Me pregunto si lo que quiere es ser sagaz, como el detective Maigret de las novelas de Simenon o aquel personaje de Agatha Cristie, que ahora no recuerdo muy bien cómo se llama pero que...
Tomás empezó a inquietarse. Empezó a rebuscar entre algunas cosas.
- Oye, te estoy hablando...
- ¿Qué es lo que quieres, Tomás? ¡Vete!
Mi hermano articula un par de palabras pero es como si no dijera nada. Tengo que leer sus labios. Voltea la mirada y mueve la cabeza de un lado a otro, angustiado.
- ¡Más vale que te vayas! -Grité.
Titular del diario La Grande:
LOQUITO SE SUICIDA EN COMAS POR MUCHO QUESO Y AMOR FRUSTRADO
Esta mañana la encargada de limpieza del Hostal “El Rocotito” en el populoso distrito de Comas encontró el cuerpo inerte y sin vida de Guilder Aguilar Peña (29) quien se habría suicidado la madrugada de ayer tras injerir altas dosis de veneno para ratas diluido con cerveza. En su poder, se hallaron, entre otras cosas, sus documentos, algunos quetes de PBC (Pasta Básica de Cocaína) junto a una agenda azul que sería la prueba fehaciente de los fuertes trastornos mentales del sujeto.
“Guilder Aguilar Peña sufriría de esquizofrenia y sería maniaco depresivo” expresó el Fiscal de turno.
Otros investigados son Lourdes Rincón Gutiérrez (27) y Julián Inga Pérez (30), pareja de amigos con quienes compartía Guilder Aguilar Peña la pensión de un departamento en la avenida Aviación. La pareja afirmó no saber nada de los problemas del suicida en potencia que fue en vida su amigo.
A la mañana siguiente desperté como quien despierta de una cura de sueño. Te drogan y te duermen hasta que todo pasa. Apagué el despertador antes de las diez y permanecí en mi cama hasta las once de la mañana. Luego, antes de salir de mi habitación, prendo la computadora y me dispongo a seguir escribiendo el proyecto literario que mantengo en mente desde hace algunos días. Luego me tumbo en la cama y sigo durmiendo sin haber escrito palabra. Cuando me despierto son más de la una. Nadie me avisó para almorzar. Cuando bajo, Tomás no se interesa en saludarme o saber cómo estoy.
Paso a buscar a Marc, que estaba inclinado frente a su PC haciendo muestras de pistas sonoras. En una de ellas sonaba la voz de Walter hablando por teléfono. La voz era narcotizante. Se escuchaba al fondo un leve blues. Luego otra voz decía: “Espere unos minutos, por favor...” y entonces se escuchaban una cumbia o algo por el estilo.
- ¿Qué tal? ¿Te gusta?
- Está muy bonito, Marc.
Hubo una pausa.
Marc no despegaba los ojos de su monitor.
- Hacer pistas es la voz ¿no?
- Si a ti te gusta, a mí me parece bien.
- Hay que hacer mezclas como Calamaro en el salmón, ¿verdad?
- Sí. Es buena idea.
Entonces Marc se quedó mirándome, como esperando algo.
- Es... ¿cómo se dice?... ‘buena honda’... -agregué.
- Así que es buena honda.
- Exactamente.
Marc se puso de pié.
- ¿Qué sabes de Walter? -Me preguntó.
- Ayer estuve con él.
- ¿Y Marcel?
- Nada, de él si no sé nada. Debe estar en su casa.
- Bueno. Hay que ir a llamarlo, pues.
Interpuse un dedo índice en su cabeza tapándole la cara a Marc.
- No... No hay muchas ganas de eso, en realidad. ¿Sabes?
Mi dedo era un primer plano.
- ¿Qué?
Me senté en las gradas junto a su jardín. El día estaba plomo y sin gracia. Le pregunté si tenía agua, a lo que él me respondió que en el baño debía de haber un montón.
Y en seguida:
- ¿Qué te pasa, Gustavo? ¿Por qué esa cara?
Marc seguía sentado frente a su computadora limpiándose las uñas con una navaja de afeitar. Llevaba una camisa azul, un blue jean y unos anteojos de sol negros a la altura de su cabeza.
- Ayer discutí con mi hermano.
- ¿Por qué?
- No lo sé... es un idiota.
- Te encontró fumando seguro pues...
- No, nada que ver.
- ¿Entonces?
Hice una pequeña pausa, y una seña.
- Olía un poco nomás.
- Ya ves...
Marc puso otra mezcla.
En ella se escuchaban cuchicheos que había grabado mientras su hermana hablaba con una amiga por teléfono. Nada más se escuchaban murmullos y las voces eran lejanas. También habían frases como ¿qué clase de rico será? y sonidos aleatorios.
- No sé pues Gustavo, hay que ser bien cojudo para que te encuentren fumando en tu cuarto. Ese es tu problema pues...
- ¿Qué?
- Ya escuchaste, ya.
- ¿Qué?
- Oye, Gustavo.
- ¿Qué? ¿Qué quieres?
- Dame el nuevo número de Lucciana...
- Pero qué tal hijoputa eres.
Marc rió.
- La vas a llamar, ¿no? le vas a suplicar tu perdón -le increpé.
Me tranquilicé un poco. Marc hizo una mueca endemoniada. Cambió la ventana que estaba abierta en su PC y puso algo de música New Wave.
- Es para que Walter debute -arguyó.
- No mereces el amor de tu madre.
- Gustavo, no seas egoísta.
Saqué de mi billetera el número. Me puse a gruñir en una especie de animalización. Marc también se puso a hacer sonidos extraños y a grabarlos por un micrófono. También hacíamos algunas muecas.
- Aquí está -le dije, extendiéndole el número.
Su habitación estaba casi en penumbras. Nos había alcanzado la noche.
- Apuesto a que la vas a llamar apenas me vaya.
- No me conoces, sujeto -musitó Marc.
Cuando por fin cayó la noche en la ciudad y en mi barrio, los árboles se volvieron oscuros y los postes de luz encima del asfalto se ciñeron sobre mi cabeza, amarillentos. Sin duda, no había rastro alguno de civilización a kilómetros de distancia. Walter recibió por teléfono los siete dígitos que conformaban el nuevo número de Lucciana. El verano comenzaba rápido y sin ganas. Salí de la casa de Marc a caminar algunas cuadras sobre el cemento frío y un diciembre inquietante, un cielo plomizo que uno casi puede tocar con las manos...
- ¿Y tú no?
- ¿Y ahora qué?
Miércoles 11, 15:12 - 18:03 p.m.
Sigo al señor Ramallo en el Toyota Célica que me han dispuesto. Es mucho más fácil y mi trabajo es un 80% más eficiente. Ahora me dedico tiempo completo a él. Amenazaron con matarme si es que daba un paso en falso. Me dieron dinero,. Luego me golpearon. El Partido no acepta traidores.
Me dieron un revólver. Balas. Me exigieron un itinerario. Quieren que lo apunte todo. A qué hora caga. Cuántas veces se tira a su trampa, cuánto se demora en eyacular, etc. Desde ayer no lo pierdo de vista ni un solo segundo. Casi ni puedo dormir. Víctor Augusto Ramallo siempre está presente. Siempre ahí, ahí, ahí. Justo en la mira. Podría matarlo. El Toyota Célica huele a yodo y a mar, sólo capta música del recuerdo y fumo mucha PBC mientras manejo.
Ramallo va al banco. Compra huevaditas para la trampa, va donde ella en un departamento en San Borja. Se demora más que todo en pagar y es lo único que hace durante el día. Sale 17:19 del departamento sujetando su pantalón con fuerza.
No he vuelto a dormir en casa con Lourdes y Julián. Creo que no tengo motivos para volver. Todos mis sueños de escritor se van muy rápido al carajo. Tengo casi treinta años. Mido uno cuarenta. Me llamo Guilder Aguilar Peña. ¿Para qué volver a casa? La chica con la que me quería casar y mi amigo homosexual no me esperan.
- ¡Gustavo!
Intentaba engullir esa empanada.
Me incomodé. Moví mi cabeza aproximadamente 90 grados.
- ¡Qué pasa!
- ¡Vamos! -masculló la Hilacha, apurando el paso, con una sonrisa en su cara que era una esvástica.
Mis padres no cocinaban entonces. Tampoco lo harían hasta años después. En esa época todavía debía estar aquella cocinera que preparaba empanadas y ensaladas dulces, y ambas cosas las guardaba en sendos recipientes que luego mi mamá calentaba en el horno microondas y envolvía en una especie de papel marrón cada mañana antes de salir a clases.
Mi lonchera roja tenía en la parte superior figuritas de colores fosforescentes, de personajes de la época, y de seguro en aquellas figuritas también habían imágenes obscenas, de ésas que circularon por los colegios particulares de la capital (Garbage Pails Kids) y yo transpiraba, agitaba mi lonchera al sol, cosa que decía me hacía achinar un tanto los ojos al hablar:
- Qué es lo que quieres.
La Hilacha sonrió. Luego hizo un gesto, un ademán extraño con la punta de su zapato negro. Y dijo:
- Nada... sólo acompáñame a comer.
La Hilacha consumía un paquete de galletas diariamente. Era sumamente flaco y se juntaba conmigo los últimos años que transcurrieron en aquella época que algunos reconocen como primaria. Yo solo recuerdo que después de eso empezó a escuchar grupos como Luezemia y rock del Agustino y el resto es historia.
- Oye, Gustavo. Véndeme tu empanada, pes...
- No. Hilacha, no corre...
Por lo general me salía una voz demasiado aguda, medio gangosa, que no me gustaba, era como de mujer.
- Ya pues, no seas gay.
- Tengo hambre.
Abrí mi lonchera roja y continué comiendo.
Los demás seguían en el salón de clases, o almorzaban en el comedor del colegio. Las chicas que aguardaban afuera, en el jardín, comían aún sentadas en pequeños grupos dispersos en varias de las banquitas junto a la enorme canchita de césped. Otros muchachos (no como la Hilacha o yo) tanteaban los primeros pases de fútbol en la cancha de cemento fría: corrían, le daban grandes mordiscos a sus hamburguesas y panes de jamón y queso...
Pero mi empanada tenía algo especial (además de limón y pasas dulces) y la Hilacha, que en realidad se llamaba José, lo sabía, y mostraba un tanto los dientes delanteros al hablar.
Miré mi uniforme raído, y mi camisa marrón que ya lamentaba las horas transcurridas durante el día.
Entonces él (la Hilacha) me miró.
- ¡Ya pues! -se abalanzó sobre mí de pronto- ¡qué es lo que quieres que te de por lo que te queda!
- Dame dinero -le dije.
La Hilacha enmudeció.
- Pero si sabes que no tengo...
Y luego, después de unos minutos:
- Toma. -Alcanzándome una pequeña cajita rectangular de metal.- Allí hay diez cigarrillos mentolados.
Era una cajita de lata pintada con una especie de tinta negra, donde estaban pegados todo tipo de figuritas extrañas (figuritas sobretodo asquerosas, oscuras, que ya nadie tenía).
- Bueno, supongo que esto podría ser.
De regreso, aún no había tocado el timbre, caminamos a tientas por un estrecho canal junto al jardín y un muro. La Hilacha, después de comer, dijo satisfecho:
- Bueno... Hay que fumar un poco... ¿no crees?
A lo que yo dije:
- Sí. Podría ser... podría ser -Y luego (aún sin dejar de mirar la latita) agregué- Fumar quita el hambre ¿verdad?
A lo que la Hilacha respondió:
- Sí, claro que sí. A mí me encantan los cigarrillos mentolados... -Y luego, añadió- Aunque creo que si fumamos muchos cigarrillos mentolados, podríamos quedar estériles...
Prendimos un par. Luego vi cómo la coordinadora de primaria se acercaba ante nosotros furiosa. Estaríamos, calculo, en quinto año de primaria.
En escena: Víctor Augusto Ramallo (58), Verónica Ramallo (19), Guilder Aguilar Peña (29).
Cada personaje en distintas replanas y narraciones espontáneas, no siguen ningún patrón.
GUILDER:
- Verónica, la hija del Señor Ramallo baja del taxi, son exactamente las dos en punto. El Toyota Célica que me han proporcionado sufre, después de algunos días, varias averías. He gastado hasta la fecha cien nuevos soles en reparaciones...
Guilder Aguilar Peña prepara una pistola de PBC, y no hace otra cosa en el día que pasearse por la decadente ciudad y fumar pasta.
- Verónica Ramallo, hija del sujeto investigado, está como para metérsela mucho por el culo... -Algunos pensamientos de éste tipo entrecruzan la cabeza de nuestro joven personaje de par en par. Un fino hilo conductor de saliva resbala por sus orificios nasales. La oscura piel de Guilder Aguilar Peña se tensa.
Una hora más tarde el auto no enciende.
- La puta madre, me cago...
A la hora del almuerzo, ya nada le importa a Guilder Aguilar Peña.
VERÓNICA:
- ¿Qué dices papá, ya te hartaste de todo? -Verónica sonreía en su habitación, esta sola, se desnudaba. Había esquivado muchas veces a su hermana menor, Miriam, que no entendería nada de la extraña situación en casa. Ahora vivían ambas frente a un parque en Miraflores en casa de su padre. Algunas hojas secas caían de los árboles durante la primavera. Verónica se quitaba el sostén y se reía entre sus delirios, adicta a los tranquilizantes.
- Pronto ya no quedará nada, papá. Pronto ya no quedará nada.
Una ola de espasmos neuronales sacudía la cabeza de la hija mayor de los Ramallo antes de irse a dormir. Jugó un poco con su cuerpo, pensando en algún chico de la Universidad, algunas cosas caían del cielo. En sus delirios, el techo color verdoso de su habitación se agitó en un ataque de epilepsia constante. Por su ventana alcanzó a ver doncellas leprosas en un fondo verde, que se caían del techo y se aferraban con fuerza a su ventana.
Verónica Ramallo estuvo a punto de morirse después de sus clases de Yoga, cerca de las tres de la tarde. Mezcló alcohol con barbitúricos y marihuana.
Verónica Ramallo había visto un par de veces el Toyota Célica de Guilder Aguilar Peña durante el día. Cada vez que lo veía lo anotaba en su memoria fija. Pero Verónica Ramallo, a sus diecinueve años, y en su condición, era muy olvidadiza. Sus amigas, también hermosas, y en la misma condición de Verónica Ramallo, sonreían.
Las luces de las avenidas por toda la ciudad se encendieron con la noche.
GUILDER:
Manejo como un poseso, llego a Magdalena con algunas horas de retraso, me encuentro con Lourdes en el camino y le digo:
- Este carro es una mierda... seguro es culpa mía también.
La subo y me cuenta de las cosas que le molestan. Del programa de Gisela Valcarcel, entre otras cosas. De los personajes. Del mercado, los pollos, y la venta de comida para los obreros de Construcción Civil. Los problemas que tiene con Inabec, porque resulta que ella nunca fue becada. Le meto los dedos por el culo mientras nos corremos a la vez, y ella gime:
- Más, cholito, más CABRÓN.
Cuando se baja a la altura de nuestra casa, me dice:
- Eres el hijo de puta más grande del mundo.
Fumo otra vez PBC en la oscuridad de la calle, mientras ella tararea una canción, cocinando. Tengo miedo de quedarme sin dientes y sin intereses.
VICTOR AUGUSTO:
- Es importante, la idea de esta sucursal inmobiliaria es grande. La gente, en este puto lugar, suele limpiarse el culo con papel aluminio. ¿Puedes creerlo, Gamboa? Recuerdo que mi abuelo en su hacienda tenía un indio Mochica que solía correrse con gran facilidad por todo. Y ¿sabes qué cosa hacía para limpiarse el culo? Nada. Mi abuelo era el que tenía que gritarle:
- Anda límpiate el culo, cochinillo.
- Lo limpiaba y se la metía.
- ¿Ves Gamboa? Ese tipo de ideas son las que necesitamos para vender esta mercancía al gobierno. Pronto todo esto terminará. ¿Lo sabes, no? Pronto toda esta gente dejará sus hogares. Este país será la sucursal de otro. Una gran empresa. ¿Me entiendes, Gamboa? ¿Entiendes lo que trato de decirte? No me importa lo que piense tu esposa. Suficiente tengo con mi amante. Está vegetal, lo sabes no.
- Ya ni siquiera puede hablar la pobre. Cuando se la meto ella ni siquiera sienta nada, me mira con sus ojos redondos y crucificados a más no poder. No por favor, me dice NO con miedo en sus ojos. Pero qué va a hacer. Fue un duro golpe en la nuca, con un objeto contundente. Ella intentó suicidarse. Pero fue inútil. Suicidarse es inútil. Lo sabes, ¿no? Gamboa.
Conocí a Marcel una tarde fría.
Se encontraba volando una cometa por el cielo raso lleno de nubes negras cerca al atardecer, así que supongo que sería agosto o septiembre, yo llevaba unos pantalones grises remangados a la altura de los talones, y mientras la cometa daba giros inesperados e inútiles, le pasé la voz:
- Cómo estás.
En realidad ya nos conocíamos.
Yo tendría trece o catorce años entonces.
Mi hermano me lo había presentado hacía tiempo como “un tipo muy pasado, que escuchaba buena música y se comporta de lo peor” y eso era porque Marcel aparentaba ser un “freak”. Llevaba el pelo largo y botas, rulos a lo Andrés Calamaro y estaba pálido debido, quizá, a la abstinencia que hizo con la carne.
- Todo bien -susurró. Y siguió volando su cometa.- Oiga -me dijo después de intercambiar un par de diálogos inútiles a mitad de aquel parque gris y abandonado donde nos encontrábamos. Yo me senté, cerca a él, y me puse a contemplar la cometa.
- ¿Qué cosa?
Se hacía de noche.
- Vamos a alguna parte a comer, ¿qué te parece?
- ¿A dónde?
Marcel recogió su cometa psicodélica del gras, la tomó delicadamente entre sus manos y comenzó a caminar.
- No sé... pero tengo que ir primero a mi casa a dejar esto.
- OK.
Y nos pusimos a caminar.
- ¿Dónde es que vives?
- Nada más a un par de cuadras.
La primera vez que fui a su casa lo primero que hizo Marcel fue llamar a la puerta del primer piso a dejar unas llaves. Todavía vivían sus padres allí (o eso creo) a él lo habían independizado del todo arrojándolo a un segundo piso. Luego me comentaría que sus papás viajarían pronto, y viajaron, cosa que lo dejaron solo y abandonado en un mundo medio esquizofrénico, subnormal, para siempre.
Después de un rato, Marcel subió las escaleras y me dijo:
- Gustavo, qué tipo de música te gusta escuchar.
- Mmmm... -Me puse a pensar en ello breves instantes (en realidad nunca me había interesado la música ni nada) y mi inminente respuesta fue interrumpida por una llamada telefónica desconcertante.
Me dediqué a mirar alrededor. En el piso había lo básico: había un cuadro de Bob Dylan, un equipo de sonido, un colchón estratégicamente posicionado frente a una de las ventanas donde entraban los últimos rayos de luz de la tarde.
- ¡Malditas encuestas telefónicas! -exclamó Marcel. Colgando el inalámbrico.
- ¿Qué pasó?
- Nada.
Entonces lo vi. Era una especie de altar casero, con fotos y velas apagadas. Encima había un libro enorme (que definitivamente no era una Biblia, pero pretendía serlo) y había también una foto de un hombre joven peinado como de los 50´s y una inscripción de madera que rezaba: TI JEAN (1922-1969).
- Es un homenaje -balbuceó.
- ¿Tienes ascendencia francesa o algo?
De repente Marcel pareció fuertemente desanimado y cansado.
Me miró, y dijo:
- No. Nada de eso -y luego, añadió-. Es un escritor, que murió hace mucho...
- No jodas.
- Sí. Se llamaba Jack Kerouac.
Aguardé un segundo. Marcel le dio una calada a lo que parecía ser un cigarrillo negro. Olía extraño; la luz entraba transparente a través de aquellas ventanas y cortinas completamente blancas...
- Digamos que en sus novelas, él se llamaba así mismo Ti Jean...
Le pregunté si todo esto iba en serio.
- Claro que sí -dijo. Y en seguida.- Bueno, más o menos.
Después de unos minutos y de beber un poco de agua, Marcel me llevó a lo que era un estante viejo en lo que vendría a ser su cocina (completamente blanca) pero donde no había nada, sólo aquel estante donde enseñó por primera vez libros como Ponche de ácido lisérgico, de Tom Wolfe; En el camino, de Kerouac; El almuerzo desnudo, de Burroughs. Libros de un tipo que ahora la verdad ya no me acuerdo cómo se llama pero que me impresionaron en su momento. Además, me presentó a Buckowsky, a Ginsberg, y al máximo exponente de la novela negra: Raymond Chandler. Y luego, poetas de la décadas 70’s y 80’s.
Al final, terminamos comiendo algo en una panadería cercana, con algunos centavos en el bolsillo y las ideas al vuelo.
Marcel me prestaría por primera vez el Aullido (1956) de Allen Ginsberg (1926-1997). Poeta norteamericano, de ascendencia judía y rusa, quien fue parte importante en el engranaje del movimiento literario de la década de los 50’s en Estados Unidos, que sería recordada como la generación Beat.
Lo leí un día de verano, terminando enero de 1999. Los árboles entonces me parecieron fuertemente verdes y altos y frondosos, con un montón de aves y nidos adentro, y el verano me pareció entonces sumamente largo, interminable. Pero eso fue ANTES de empezarlo a leer, y no DESPUÉS. Cuando, metido en aquella cafería del ICPNA completamente vacía por la mañana, abrí el libro y lo leí, y comparé cada palabra con su sonido en inglés. El poema era sumamente largo, y después de leerlo no pude dejar de pensar en Ginsberg y en lo que había hecho.
- ¿Así que lo leíste?
- Fue demasiado -asentí.
Marcel se rió.
- ¿Y te gustó?
- Claro que sí.
Caminábamos.
Pisé por primera vez aquellas diminutas flores amarillas en el camino largo y sinuoso. El viento me caía en la cara. Yo era todavía un niño de catorce años. El parque donde nos encontramos entonces se volvió azul.
- ¿Y dónde es que lo leíste?
Miré a mi alrededor.
- En realidad lo terminé de leer en el micro. -Nos reímos.
Bueno para comer en mil años.
Acabé algunas líneas sudando frío.
Antes de irme a acostar escucho un poco de música clásica por radio y luego leo algunos cuantos párrafos de una novela aburrida de Fedor Dostoievski y algunas cuantas anotaciones de Tristán Tzara y sus siete manifiestos dadaístas.
Luego, un segundo antes de quedarme dormido, saco la extraña conclusión en mi cabeza de que escribir no es más que una especie de masturbación mental, y que el irme a dormir sólo fortalece más ese patrón.
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